Al Lector

Yo no sé decir las cosas que siento, pero reconozco cuando alguno es capaz de decirlas por mí...



jueves, 10 de mayo de 2012

EPISODIO DEL SOLITARIO: Juan Manuel Roca.


Mis luchas con el ego ocurren en un estadio abandonado, un Madison Square Garden de aldea donde mi poderoso yo se sueña entre grandes reflectores.
Casi siempre caigo ante sus jabs como Saulo en el camino de Damasco.
Mi humilde sombra busca el clinch con el demonio de mi ego, aprovechando un descuido.
No es el mío un un ego barriobajero, fogueado en peleas callejeras. Pero aprovecha mis dudas y me apalea. Su más constante jab es el que lanza a mi inocencia.
Imagínen un cuadrilátero bajo el neón de la luna, donde mi ego busca poner K.O. a mi alterego.
Mi ego es procaz, mi alterego un hombre timorato que sólo atina a defenderse.
¿Qué hacer cuando se tiene como sparring a una sombra?  El último combate no tuvo parangón. En una esquina, mi ego(sin duda un campeón de peso pesado) y en la otra mi sensatez(un pugíl del monton) se miran de lejos con recelo.
Desde el primer asalto mi ego me acorrala y zarandea como a un muñeco de fieltro. En el 5 asalto caigo de bruces, fulminado, con los brazos en cruz como un pobre remedo de Cristo. Mi ego da vueltas en torno del yacente, brinca como un comanche alrededor del fuego, levanta los brazos jubilosos, me mira con desdén de gladeador.
Un público fantasma me nombra Rey de Burlas mientras aplaude a mi soberbio contrincante.

martes, 24 de abril de 2012

TITUBEOS....Mario Benedetti.

La muerte se está vengando siempre de nuestras vacilaciones; nuestra vida se compone de tres etapas: vacilar, vacilar y morir. La muerte, en cambio, no vacila frente a nosotros; nos mata y se acabó....vacilando se nos pasa el tiempo de  gozar...nos pasamos la vida vida soñando con deseos incumplidos....no tenemos que darle ventajas a la muerte porque ella no nos hace la misma concesión...

martes, 13 de marzo de 2012

FELISBERTO: TIEMPO OSCURO; Darío Jaramillo Agudelo.


Fue aquél un tiempo oscuro, con el color de la piel amoratada, días de cuero curtido, días de sol afuera en el mundo de todos los demás.
El sufría. Y la dicha era imposible en aquel reino de un helado miedo interminable.
Se sentía cobarde, pero nesecito mucho valor sin saberlo, para sobrevivir entonces, un coraje ciego que actuaba por él, un frío coraje que por las noches, a solas, le arrancaba lágrimas rabiosas.
Aprendió en esos días que daba lo mismo perder o ganar, que importaba solamente saber con claridad su horror, poder oír siempre esa secreta voz de alerta, mantener viva la llama de su signo: la música es la única cosa consistente.
Era el tiempo del desdén y del pequeño sufrimiento diario.
Era el humillado, el gris , el triste.
En aquellos días de buen comportamiento y mala conducta, él usaba los preceptos como vestidos de otra talla y constantemente pecaba de pensamiento y deseo y una mancha negra le oprimía las costillas y le apretaba la garganta: era la amenaza del infierno, el garfio de la culpa, era saber que nunca volvería al estado de gracia, y , ah, la única dicha de estar solo, encerrado en lugares oscuros, sobreponiéndole una noche precaria a los días de propiedad ajena.
En aquellos años (hoy los recuerda con cierta ira y el asombro de haber sobrevivido), en aquellos años sin ternura, en aquellos años sin sentirse amado, en aquel frío entonces de santidad y mentira, él esperaba sin llanto y soñaba con luminosos lugares distantes, con jardines, con calor animal y sol y soledad, soledad siempre, sin desolación soñaba.
En aquellos días el caminaba por las calles sin una canción que fuera suya; el sin amor, el seco, el muy abandonado, y el pervivía intrigado por la curiosidad del día siguiente; en esos días aprendió a sonreír para sus adentros, una sonrisa agridulce y secreta.
Entonces el mundo tenía púas y él no tenía conciencia de su cuerpo sin piso, ese lujoso vacío de nervios y de carne: fue aquél un tiempo de escalofríos y aún no despertaba el fuego de su adentro: él vivía los días vencido por un rescoldo de esperanza, animado por la desdicha, él esperaba su mañana, sabiendo como se saben estas cosas, con las vísceras  su verdad más inútil: estaba tan lastimado que ya no sería feliz nunca, que acaso su noche lo marcaba apenas para una fugaz ebriedad del mundo o para el habito del desencanto.
En aquellos días él no esperaba nada y esto lo libraba de toda decepción, en aquellos días de ojos húmedos y labios mordidos, él tenía toda la ternura de su corazón dispuesta, pero el sufrimiento, la sustancia de esos años, convirtió su ternura en una especie de indolencia; ah, su corazón, ese cándido reloj del desatino.
En aquél tiempo él tenía héroes remotos, indescifrables intuiciones, eran días sin codicia y él construía la casa del alma en un desierto.
En aquellos días él se comportaba muy juiciosamente y manipulaba con sigilo su locura: todo podía ser un juego, él lo sabía, todo podía ser una broma pesada que acabaría al azar una mañana.
Durante aquellos años sin ninguna intimidad o abrazo, él supo lo esencial de este cuento y nunca le sirvió de nada.
En aquellos días la radio sonaba delante del ruido de la lluvia y lo demás era todo silencio, absoluto silencio, y él permanecía casi siempre quieto, con los ojos abiertos, sin pensar, muerto de miedo.